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5,0 de 5 estrellas Una historia diferenteRevisado en España el 5 de julio de 2024Compra verificadaNunca había leído nada de esta autora, pero su forma, y su originalidad me han encantado. Una historia con sus saltos en el tiempo, un suspense, intriga y toque de paranormal. Cuando crees saberlo todo te da un giro inesperado que te explota la cabeza....
Escritores
El rincón de pensar
clarareyesautora@gmail.com
Entre sombras y mentiras
PRÓLOGO
—¿Estás viendo aquello?
—Sí, lo veo.
A medida que se acercaban a la casa, veían sirenas de ambulancia y policía a la altura de su domicilio.
—Tengo un mal presentimiento —exclamó Marta.
—Me estás asustando —añadió Hugo.
Marta acababa de dejar a su abuela, la señora doña Ana, en su casa. Habían llegado de pasar un fin de semana de retiro junto con su hermano Hugo, y la pequeña Sarita, hija de Marta, que era madre soltera a sus veinte años. Habían pasado los cuatro dos días de relax en un balneario, más que nada para acompañar a su abuela, para que no fuera sola, y así pasar unos días de convivencia; nietos, biznieta, y abuela. La señora doña Ana se hizo cargo de todos los gastos, la mujer estaba bien situada.
Conforme se acercaban a la casa, mayores eran sus temores. La calle estaba concurrida de gente expectante de lo que allí pasaba.
Absortos, mirando la escena a la que se estaban acercando, sin esperarlo, un sonido, estruendoso escucharon detrás de ellos; una sirena de la policía. El susto fue monumental, pues les avisaban de que se echaran a un lado. Adelantaron a toda velocidad, dando un gran frenazo en seco al llegar a la altura de la casa, escuchando el chirriar de las ruedas en el asfalto, de tal manera, que los vecinos tuvieron que echarse a un lado.
—¡Es en nuestra casa, Marta! —exclamó Hugo con voz temerosa.
—Eso parece —contestó Marta asustada.
Las luces del coche, en la oscuridad de la noche, hicieron que todas las cabezas de los allí presentes volvieran la mirada hacia ellos, escuchándose así el cuchicheo inmediato de que ya volvían los hijos:
—Mira, ahí llegan los hijos.
—Pobrecitos, cuando vean el panorama.
—Ha tenido que ser algo grave.
—Imagínate, cuatro coches de policía y dos ambulancias.
Aunque Marta ya tenía sus veinte años y Hugo quince, no dejaban de ser unos jovencitos, que, ante tal escenario, sus temores se iban intensificando conforme se acercaban.
—Tengo miedo, Marta.
La pequeña Sarita con dieciocho meses señalaba con su dedito índice, sonriendo, las luces de las sirenas como si de una feria se tratara, inocente de lo que estaba ocurriendo.
Marta y Hugo se estaban sospechando lo peor. Sabían que algún día, tarde o temprano, algo malo tenía que pasar, pero su silencio era sepulcral. Empezaron a sentirse aterrorizados ante su sospecha, de la que no querían ni mencionar palabra .
Aparcó lo más cerca posible.
—Tú, quédate aquí con Sara, voy a averiguar qué pasa —exigió Marta acelerada.
Salió corriendo hacia la casa, había tanta gente que tenía que ir abriéndose camino. Al intentar entrar, un policía barrigón le impidió la entrada.
—Señorita, no se puede pasar.
—¡Pero es mi casa, aquí vivo yo! —frunció las cejas insistiendo.
—¿Quién es usted?
—Soy Marta Ortiz, la hija de Julia, dueña de esta casa.
—Un momento, por favor.
El policía se dirigió al agente Gutiérrez. Tras unos minutos, él mismo se le acercó para hablar con ella.
—¿Marta? Soy el agente Gutiérrez.
—¿Dónde está mi madre?, ¿qué ha pasado?, ¿está bien? Quiero verla —le cuestionaba acelerada.
—En estos momentos no puedo decirle nada, pero no debe subir ahora. Los compañeros están arriba con ella.
—Pero ¿está bien?, ¿le ha pasado algo?, ¿ha hecho algo?
—Estamos en ello, Marta. Tranquilízate, ya es cuestión de cinco minutos.
—Pero… ¡por Dios!, ¿no me puede decir si está bien? Tengo a mi hermano y a mi hija pequeña en el coche. —Manoteaba y señalaba hacia el vehículo.
—Insisto, hay que esperar —contestó el agente con total rotundidad.
Todos los transeúntes miraban y ponían oído a la conversación de Marta y el agente, esperando escuchar algo que les sacara de sus dudas.
Marta rompió a llorar ante la impotencia de no poder hacer nada, de no saber lo que estaba ocurriendo, ya que quería salir de dudas, si sus sospechas eran ciertas o no.
Cuando se marcharon el fin de semana, dejó a su madre en buen estado junto a Martín, pareja de Julia.
Marta volvió al coche para hablar con Hugo:
—No me dejan pasar.
—Pero ¿Por qué?, ¿les ha pasado algo? —preguntó Hugo casi paralizado.
—No me quieren decir nada. ¡Ay! Dios mío, Hugo, ¿habrá vuelto a pasar? —Lloraba mientras se secaba las lágrimas con el puño de la manga.
—No quiero que le pasa nada a mamá —sollozó desconsolado Hugo, y se limpió la cara empapada de lágrimas con las palmas de las manos. A la que Sarita se añadió al llanto al ver a los dos llorar—. Ya, Sara. Cálmate, mi amor —le suplicó Marta desde la ventanilla.
—Esta espera es insoportable. No quiero ni pensar que mamá salga por la puerta…
—Calla, Marta. A mamá no le va a pasar nada. No puede pasarle nada. ¿Qué sería de nosotros? —interrumpió Hugo gritando ante el temor de que fuera a decir lo peor.
Justo cinco minutos después se armó revuelo. Había movimiento en la casa. Bajaban una camilla con un cuerpo. Marta empezó a temblar. Su miedo y sus nervios fueron incrementando al ver salir a los sanitarios. Tras ellos salió la camilla transportada por otros dos hombres de la ambulancia, una mujer tapada con una sábana hasta el cuello. Su pelo largo moreno se dejaba caer por los lados de la camilla, iba traspuesta, quizás por algún chute de algún fármaco, porque iba atada por la cintura y por los tobillos.
Marta salió corriendo.
—¡Mamá!, ¡mamá!, ¡mamá! —Se tiró sobre su madre—. ¿Qué te pasa mamá?
Inmediatamente se abalanzaron hacia ella para retirarla. No podía contestarle, estaba totalmente drogada.
—Señorita, por favor, échese hacia atrás.
Un enfermero la retiró. Marta forcejeó con los que intentaban frenarla, manoteando para quitarse las manos que la sujetaban de los brazos. En un segundo intento lo consiguió, volviendo a llegar a la altura de su madre.
—Mamá, ¡háblame! ¡Mamá!
De nuevo dos enfermeros volvieron a agarrarla, cada uno de un brazo, evitando que se acercara más. Pero Marta siguió forcejeando mientras gritaba en su llanto.
—¡Mamá!, ¡mamá!
Tras la camilla salió Martín con su cara desencajada, los pelos alborotados, la ropa desaliñada, y arañazos en la cara. Al verlo aparecer se dirigió hacia él, aún con los enfermeros enganchados a ella como lapas.
—Martín, ¿qué ha pasado? Dime algo, nadie me dice nada —preguntó agitada y llorando, mientras intentó soltarse.
—Marta, ahora mismo no puedo, nos vamos al hospital. Llévate a tu hermano y a Sarita a casa de tu abuela, y os quedáis allí hasta que yo os llame y os pueda explicar —su voz era alicaída y su semblante de derrota, y agotamiento.
—Pero Martín, no nos dejes así, ¡Por Dios, dime algo!
—¿Qué te digo que ya no sepas, Marta?
En su falta de respuestas por parte de todo el mundo su ansiedad iba cada vez más en aumento. ¿Qué explicación le daría a su abuela? Era la madre de Julia. ¿Cómo se tomaría la noticia?
Justo, tras Martín, el último agente salió del domicilio, cerrando la puerta y precintando la zona. Se podía leer:
«POLICÍA NACIONAL PRECINTADO NO PASAR».
La gente rumoreaba:
—¿habrá sido malos tratos?
—Violencia de género.
—Yo he escuchado a veces gritar a la mujer.
—Yo he visto hasta cacharros estamparse contra la pared a través de la ventana, yo vivo enfrente.
—Pues al hombre no se lo han llevado detenido.
—Lo irán a interrogar.
—Señores, márchense a sus casas, aquí no hay nada más que ver. Abran paso, están interrumpiendo la calle —gritó uno de los agentes, con los brazos abiertos, mientras dio pasos al frente para retirar a todo transeúnte.
Marta estaba perpleja ante tanto comentario, con rabia contenida por no contestar a todos los cuchicheos.
Cuando vio desaparecer la ambulancia se subió al coche y, sin poder dar explicaciones a Hugo que se encontraba asustado y nervioso, se dirigieron a la casa de la abuela.
—¿Qué ha pasado, Marta? —preguntó llorando con voz temblorosa.
—Se la han llevado al hospital. Pero no sé nada, no me han querido dar explicaciones. Ni tan siquiera Martín —contestaba enfadada y llorando.
—Pero está…
—Está viva, solo que iba atada durmiendo —interrumpió las palabras de Hugo.
—Pero…
—Cállate, Hugo, no preguntes más —volvió a
interrumpir a Hugo gritando, dando un manotazo en el volante de la impotencia
que sentía en esos momentos.